A los hipogrifos
Todavía me acuerdo de aquella historia. Sí, su recuerdo viene a mi mente a menudo, más en estos tiempos.
Éramos una pandilla de chiquillos inquietos a los que les gustaba colarse en casas ajenas, no para robar, sino por el simple hecho de tener la adrenalina al máximo, y después, si nos pillaban, salir corriendo y comentar entre nosotros las aventuras. La mayoría de las veces, las casas estaban abandonadas o derruidas.
Mi recuerdo siempre vuelve a la casa del marqués, así la llamábamos, porque un día alguien escuchó que allí vivió hace tiempo el Marqués de la Rada. La vivienda era muy grande, tenía tres plantas más una buhardilla reconvertida en palomar. No vivía nadie, o eso parecía. Pero todos los muebles permanecían en el interior, como si sus habitantes hubieran salido a toda prisa, dejando todas sus pertenencias. Pensar en eso me daba escalofríos por la espalda. La verdad era que el mobiliario, de época modernista, estaba bastante destrozado.
Las paredes estaban pintarrajeadas con dibujos obscenos y frases estúpidas, y en el suelo de alguna de las habitaciones de las plantas superiores había boquetes por los que cabía un cuerpo, así que andábamos con cuidado. Uno de mis amigos nos dijo que allí iban de vez en cuando algunos drogadictos a pincharse, y era verdad, porque encontramos jeringuillas que nadie se atrevió a tocar. Siempre estábamos alerta por si alguno de ellos entraba en la casa, para nosotros eran los ogros de nuestras pesadillas, les teníamos pánico, ya que si alguno nos rozaba nos contagiaba el sida, o eso creíamos.
Pero lo más asombroso pasó cuando, en una de las tantas incursiones a la casa del marqués, alguien observó que uno de los muebles de la cocina estaba movido. Era un armario grande y nadie antes se había dado cuenta de que estaba adosado a la pared con unos carriles para que se deslizara. Nos miramos entre nosotros ante tal descubrimiento. Había miedo en nuestras miradas. Más cuando vimos que tapaba una trampilla, en ese momento visible.
Estuvimos un rato considerando qué hacer. Teníamos miedo de los drogadictos, pero también muchas ganas de explorar lo que había allí abajo, qué tesoros nos esperaban. Pero algunos no querían entrar, así que hicimos dos grupos, los cagados, como les llamamos entre burlas y risas, que se quedaron a vigilar y dar la alarma desde fuera, y los valientes, o locos, como nos apodaron los demás, que era el grupo más reducido, donde solo éramos tres: yo, Pedrito y Rafa el Pupas.
Descubrimos la trampilla, era pesada pero abrió con facilidad, una bocanada de aire nos golpeó. Nuestra única arma era una linterna comprada en un ultramarino cercano. Y con un valor demencial nos adentramos en la oscuridad. Nos sorprendió lo cómodo que era entrar, había unos peldaños de piedra, amplios, y la altura nos permitía caminar de pie. Estaba incluso más limpio que la casa. El túnel discurría varios metros recto y pronto se dividía en tres ramales. Como pensar no era lo nuestro con esa edad, nos repartimos a suertes cada bifurcación. A mí me tocó la derecha. Nos despedimos entre risas por si no nos volvíamos a ver y avancé.
El techo del túnel era abovedado y podían caber dos personas. Alguien se había preocupado de colgar en las paredes luces de emergencia que estaban apagadas, examiné varias pero no hubo manera de encenderlas y no encontré interruptores. La luz de mi linterna no era muy potente. De repente apareció un hueco en la pared de la izquierda, pasé de largo, al rato había otro; y luego otro, del que salía una corriente ligera de aire, me quedé un rato en silencio, percibí un ruido lejano, cerré los ojos y puse toda mi atención; sí, así era, parecía un ruido de conversación, un murmullo.
Este túnel era más estrecho y tenía que avanzar casi de lado para no golpearme contra la pared. Pensé que los que hablaban eran mis amigos y quería darles un susto de muerte, así que anduve con cautela. Cuando estaba más cerca, apagué mi linterna. Pude apreciar las voces, pero no identifiqué ninguna. Había música también. Me dirigí con más cuidado aún, el pulso se me aceleró. Encontré una rendija iluminada en la pared y me acerqué para ver mejor: era una proyección en una sala. Empujé y se abrió un hueco suficiente para pasar mi cuerpo de niño. Ante mí se abrió una estancia de un tamaño que no pude determinar a causa de la penumbra que reinaba. La proyección de la pared de enfrente era una película en blanco y negro, en medio había varias filas de butacas, ordenadas por números.
Me quedé asombrado, inmóvil, pero un temor me asaltó, me agaché por si hubiera alguien dentro. Me acerqué a una puerta que daba a una sala más pequeña, tenuemente iluminada, donde se agolpaban cajas etiquetadas, pude leer algunas: se correspondían con películas muy viejas de las que no me gustaban. Me adentré más en la gran sala, parecía no haber nadie, en un lateral había una especie de barra de bar, con sillas, mesas, botellas de licor y bolsas de aperitivos. Cogí, ya sin miedo, varias bolsas de patatas y una coca-cola y me senté en una de las butacas, no conocía la película aunque aparecía un actor famoso del que ahora no me acuerdo; era una de vaqueros.
Quería disfrutar un poco antes de avisar a Pedrito y al Pupas. Me terminé una bolsa de patatas cuando algo me golpeó o alguien me durmió, no sabría decir qué fue, porque no me dolió. Pedrito y el Pupas habían salido del agujero y me estuvieron esperando mucho tiempo. Alarmados, se fueron a buscar a mis padres y a la vuelta me encontraron. Aparecí, según me contaron mis amigos, roncando en una de las calles cercanas, junto a una nota en la que se leía: «Nunca nos encontraréis». No me salvé de la regañina, por supuesto, pero la historia que les conté les pareció tan increíble que todos se rieron de mí.
Les convencí para volver al mismo sitio donde estaba el cine, y lo encontramos, siempre he tenido buena memoria para encontrar lugares. Pero lo único que quedaba era una sala vacía y ningún rastro del cine que yo vi con mis propios ojos.
Desde entonces, su recuerdo es una huella imborrable en mi memoria, por mucho que mi amigos me repitan que solo fue un sueño, me sigo acordando del cine subterráneo, solo he vuelto a pisar uno si era al aire libre, y siempre acompañado, aunque no puedo evitar mirar de vez en cuando hacia atrás por si alguien viniera a por mí.
El cine
Carlos Piélago Rojo
[Relato elaborado para el módulo 20 del Taller de Literatura Fantástica del curso 2011-2012]
4 Comments
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Todo un gustazo ver mi relato en tu blog, me encanta tu sección y que siga creciendo.
¡Gracias, Inés!
Gracias a ti por permitirme publicarlo en el blog, Carlos :).
buena historia, yo de pequeño también me colaba en las casas abandonadas asique me he sentido reflejado en esos niños y han venido a mi mente recuerdos que creía olvidados.
Me alegro que te haya gustado y haber removido recuerdos olvidados 🙂