Inés Arias de Reyna

Poemas de amor

Posted by on 1 noviembre 2013 | 0 comments

Esta es la entrega 8 del proyecto Mi atalaya, en el que cuento cómo superé la bulimia.
Si no has leído hasta ahora ninguna entrada de Mi atalaya, te recomiendo que leas la explicación sobre este proyecto antes de continuar.

26 de octubre de 2009

El jueves de madrugada murió mi abuela.

Al mediodía, nos marchamos a Sevilla toda la familia (mis padres, mi hermana, mi cuñado, mi sobrinita, mi hermano, Rafa y yo). Pasamos el día en el tanatorio, velando a mi abuela.

Me cuesta comprender la parafernalia que rodea a la muerte. Entiendo que hay que despedir al muerto, pero no los corrillos que se montan fuera de la sala, lejos del cadáver, no vaya a ser que se despierte.

La mayor parte del tiempo estuve alejada del barullo y las conversaciones; o bien me encontraba dentro de la sala, sentada en uno de los sofás azules (azul hospital), sola, o bien me hallaba en la cafetería intentando sacar emociones de aquellos que estaban más bloqueados que yo.

No es un misterio que los sentimientos me bloquean. En realidad, lo correcto es decir que no tengo contacto con ellos, que me cuesta identificarlos. Alexitimia, se llama.

El jueves, en el tanatorio, y el viernes en el cementerio vi en todo su esplendor mi herencia genética. La alexitimia en mi familia parece una pandemia. Hubo pocos que expresaron de forma abierta y sincera lo que sentían. Fue una especie de fiesta de bloqueos y muros emocionales, que impedían llorar a mi abuela.

Ante ese panorama me dejé llevar por el océano de inexpresiones y de llantos interrumpidos por un no-vaya-a-ser-que-alguien-piense-que siento. Lloré poco, aunque lo había hecho el jueves por la mañana, antes de coger el AVE. Eso sí, me pude despedir de ella como lo necesitaba. Además de sentir tristeza sin agobios, ni ansiedad.

Sí, me sentí triste. Y reconocí ese sentimiento como algo natural. No había culpabilidad ni extrañeza ni dudas. Era una tristeza limpia, que me abría el corazón a mí misma y a mi necesidad de despedirme de mi abuela.

Lo hice en el tanatorio y, después, en el responso y en el cementerio. En el tanatorio, en un momento en el que la sala estaba vacía, me llené de valor y me enfrenté al cadáver. Dormía. En paz. Le leí los últimos poemas que en agosto le había leído y le dije adiós. Luego lloré. Pero su cara tranquila me sosegó y las lágrimas resultaron más dulces que amargas, de una tristeza sanadora.

Mi familia —empujada con suavidad por Rafa— me pidió que dijera unas palabras en el responso. Y así lo hice. Deseosa, de hecho, de poder contarles todo lo que mi abuela había significado para mí en el último año. En aquella capilla de tanatorio moderno, la acústica era penosa y el micrófono distorsionaba mis palabras hasta el punto de que no se entendieran ni la mitad. Por eso, cuando llegamos al cementerio, después de que los operarios introdujeran el féretro dentro del panteón familiar (sin ningún tacto hacia la familia que veía a su muerta descender por el agujero mohoso, con un grado de funcionalidad y de indiferencia que resultaban hirientes), me pidieron que volviera a leer esas palabras sobre mi abuela.

La tumba ya estaba cerrada y toda mi familia se había congregado alrededor de mí y de la tumba para escucharme. Proyecté la voz lo mejor que pude, leí lo más despacio que fui capaz y los ayudé a que se emocionaran, esta vez sí, al escucharme.

Aquí os dejo una foto de mi abuela y mi discurso. Es mi homenaje (el mejor que he sabido darle) a esta mujer que murió a la tercera embolia y que dejó seis hijos, una porrada de nietos y una bisnieta (mi sobrina):

Desde diciembre, he bajado todas las vacaciones y he pasado unos días con mi abuela, que apenas hablaba, que apenas se movía.

Lo que empezó siendo un «voy a ayudarla» se convirtió en gratitud. Hace unos días lo hablaba con un amigo (su madre padece Alzheimer): cuando uno va a ayudar a alguien desvalido, cree que está haciendo un favor; y, sin embargo, al final, resulta que lo que recibes es mil veces más de lo que das.

Antes de dedicar esos pocos días a mi abuela, creía en el tópico de que es mejor no acabar así: sin poder hablar, sin poder moverse. Pero ella me enseñó que uno puede curar a otros, aunque sea solo dejándose cuidar. Si mis días acabaran como los de mi abuela, espero devolver a alguien lo que ella me ha dado en este año.

El último día que estuve con ella fue este verano, el ocho de agosto. Para despedirme decidí leerle algo antes de que se durmiera. Ya estaba acostada, sin dentadura, recostada de un lado, con el cuerpo pequeño y débil cubierto por la colcha rosa. Aquella noche me regaló una lección. Más intensa todavía al saber que fue la última vez que la vi con vida.

Después de empeñarme un montón de meses en leerle cuentos de Andersen y que ella no me hiciera ni caso («pobrecita, es que no lo entiende, se le va la cabeza», pensaba yo), resulta que aquella última noche decidí leerle unos poemas de amor de Miguel Hernández.

En los primeros versos ya noté cómo su atención aumentaba; pero fue uno en particular el que la llenó de vida los ojos (poema extraído del libro Poemas de amor, de Miguel Hernández, editado por Alianza en 2002):

No hieles, viento, ahora,

que se duerma mi cielo

hasta el día y la aurora.

No lo dejes de hielo.

No lo dejes de hielooó…

No lo dejes de hielooó…

Que estoy enamorada

de su mata de pelooó…

Pasa, paz, por su frente,

tu mano sosegada.

Pasa, paz, de repente,

que estoy enamorada.

Nocturno mediodía,

no levantes el vuelo.

Alma mía, alma mía,

no lo dejes de hielo.

No madrugues, rosada:

no vengas hoy de prisa,

que estoy, enamorada,

fuera de mi camisa.

Está que arde la nieve

con la luna lunada;

está que arde la nieve

de verme enamorada.

Dedos de terciopelo

quisiera para cada

caricia de mi cielo,

que estoy enamorada.

Está la luna en celo

sobre tornalunada.

Más pálida que el hielo

estoy enamorada.

Cuando terminé el poema, ella me preguntó, señalándome con la mano temblorosa, si yo estaba «ena…». No pudo terminar la palabra y la completé por ella: «¿Si estoy enamorada?» y sus ojos se volvieron brillantes porque la había comprendido. «Eso, eso», respondió y entonces la dije que sí, que claro que lo estaba, de Rafa, mi marido. Y ella suspiró como si fuera una adolescente.

Poemas de amor. Eso era lo que ella quería: llenarse la vida de historias románticas, como las que leía cuando amamantaba a sus hijos, como las de las telenovelas que tanto le gustaban.

Con 91 años una todavía puede suspirar como una adolescente que sueña con su primer amor, a pesar de no hablar ni poder moverse.

Mi abuela me ayudó a curar heridas; me permitió que la cuidara cuando apenas podía cuidar de mí; me ayudó a comprenderla, aunque fuera tarde; me obligó a mirar el mundo de otra forma; me animó, sin saberlo, y me ofreció la seguridad que necesitaba para retomar una novela que había abandonado.

Quizá no pudiera hablar bien, quizá apenas se podía mover, pero a mí me ha dado tanto en este año que no sé si alguna vez podré devolverle a alguien la mitad de lo que sus ojos, su sonrisa y sus manos delicadas me regalaron cada día que disfruté con ella.

Ayer vi en su cara la calma de un durmiente. La misma que tenía aquella noche de agosto. La abuela duerme tranquila. Quizá ahora, por fin, viva la historia más romántica que nunca hubiera imaginado.

Se ha ido. Y la echaré de menos. Pero cada vez que lea un poema de amor —que tome entre mis manos este libro de Miguel Hernández— me acordaré de ella.

Adiós, abuela, te quiero.

Con mi abuela en mi última visita antes de que muriera.

Con mi abuela en mi última visita antes de que muriera.

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